domingo, 25 de mayo de 2014

El gato que se comió al Canario - Por Natalia Valverde y Bárbara Olvera


1
Edward se acomodó los lentes antes de llamar a la puerta de aquel departamento. Era su primer día trabajando con Fausto Croix, el afamado escritor. Había sido avisado una hora antes de que le acababan de asignar como el nuevo editor del señor Croix, quien recién esa mañana se mudaba a la editorial para la que trabajaba Edward.
Su gran pasión eran los libros. Pero, desafortunadamente, no tenía el suficiente talento para escribirlos. No, su talento residía en darles forma y guiar a los autores para crear juntos algo digno de admiración. A sus veintisiete años, era un editor novato, graduado con honores en la universidad y con una especialización en letras modernas. Gracias a una recomendación había entrado a trabajar en la editorial de un amigo de su padre.
Si bien el trabajo le había sido garantizado, el hecho de ser recomendado le añadía presión extra a sus ya autoimpuestas exigencias. Escuchaba constantemente comentarios sobre lofácil que debía ser saber que no lo despedirían si cometía un error, o el hecho de que su familia cenaba con frecuencia con la familia del dueño de la editorial. Gran error, pues él mejor que nadie sabía el ridículo que haría si no se convertía en el mejor editor que pudiera ser, dando siempre el máximo esfuerzo en su trabajo.
Otros simplemente cuestionaban su vocación, aludiendo a su apariencia física y susurrando lo bien que se vería desfilando en alguna pasarela. Siempre que oía algo por el estilo, negaba con la cabeza y se dedicaba a ignorar los molestos comentarios de las mujeres que trabajaban con él.
Sabía que en gran medida lo decían para llamar su atención y lograr que saliera con ellas, cosa que no sucedería nunca. No le atraían las mujeres.
Se llevó una mano a la cabeza para echarse el flequillo hacia atrás. Su constitución física era, por decirlo de alguna manera, atlética, gracias a su afición por el atletismo cuando acudía a la universidad. Por las mañanas, siempre salía a correr y volvía a casa para hacer pesas antes de ir al trabajo. Le gustaba mantenerse saludable. Medía un metro con ochenta centímetros y su tez pálida era prueba de que aunque se ejercitaba al aire libre, lo hacía temprano en la mañana, antes de que el sol saliera.
Sus ojos de color castaño, el mismo color que su cabello, miraron la puerta, antes de tocar el timbre y esperar pacientemente a que le permitieran pasar.


2


Un hombre elegante se paseaba por la sala de su sofisticado piso ubicado en el edificio más lujoso de la ciudad. Sus ojos eran de un penetrante verde oscuro, con una expresión que no podía saberse si era de un gato sensual, un león poderoso, o un lobo feroz, o quizás todas esas juntas.
Su cabello negro como la noche estaba atado en una elegante coleta; suelto, le llegaba un poco más abajo de los hombros.
Era algo desordenado, o  esa era la impresión que daba, ya que su traje confeccionado a la medida en una de las mas refinadas costureras del país, estaba tirado por partes. El saco estaba en el perchero cerca de la puerta; los zapatos se hallaban unos pasos más allá; el chaleco junto con la camisa habían sido dejados sobre el sillón de cuero negro; y el pantalón yacía sobre la silla de su escritorio de caoba. Madera que, tratada se volvía negra como la noche, hacía juego con la sala decorada en un tono sombrío, pero definitivamente costoso y con clase.
Nuestro león pelinegro ahora se paseaba por la sala, con un móvil en mano. Un armatoste pesado, negro, que no dejaba de emitir una luz naranja parpadeante a medida que el timbre se dejaba escuchar por toda la sala. Fastidiado, pero con una ladina sonrisa en el rostro, apretó la tecla verde para responder el llamado. Teléfonos móviles, cosa curiosa, te permitían salir de tu casa y a tu editor perseguirte donde quisiera que estuvieras. Claro, siempre y cuando llevases el enorme ladrillo en tu bolsillo, y con suerte no se te cayeron los pantalones de lo pesado que era.
Esa mañana, Fausto Croix, reconocido escritor de fama mundial, novelista que hacía suspirar a las mujeres y de cuyas obras al menos cuatro habían sido adaptadas para el cine, salió dando un portazo. Los empleados de la famosísima editorial lo miraban sorprendido, mientras le gritaba a su editor que era un imbécil, incompetente, ignorante y cerrado cerdo religioso.
Con sus apuntes en su maletín y sus ojos aún con una mirada de odio profundo, fue a dar a la primera editorial que encontró. Le había gustado la fachada, simple, sin las ostentosas puertas novedosas con censores, que se abrían al acercarse uno. También le había hecho gracia la cara de la dulce secretaria, sus grandes ojos color café, mientras alisaba su sencillo traje corte princesa, muy de moda entre las secretarias de los años noventa.
Pero la cara de la secretaria no fue nada, NADA, en comparación a la del director de la editorial. El hombre no sabia qué hacía Fausto Croix ahí, cuando hasta el momento habían publicado novelas sencillas, buenas sí, pero ninguna alcanzaba la fama a la altura del famosísimo León Negro.
Lo que le agradó fue el trato cálido. Al tratarse de una editorial más bien pequeña, estaban acostumbrados a «mimar» a los escritores. Con un café en la mano, el director escuchaba su reciente ruptura del contrato con su antigua editorial, conocida como una de las mejores del mercado literario.
El director prometió ese mismo día revisar el borrador de su nueva obra, y mandar al mejor de sus editores. Y esa era la razón de que Fausto estuviera allí, vestido sólo en ropa interiory una bata de seda negra, mientras su fiel ama de llaves, levantaba el traje y le miraba como una madre que regaña con cariño a su hijo. La buena señora estaba acostumbrada al carácter explosivo y dominante de su patrón, y se hacía oídos sordos a los gritos que el escritor le daba a aquel aparatejo nuevo que le habían obligado a comprarse.
El timbre sonó, y Fausto, ajeno a ello, sumido en su fúrica trifulca con su antiguo editor, siguió gritando y gruñéndole al aparatito negro. El antiguo editor no iba a rendirse y perder semejante prodigio en la escritura, pero, debido a su mente cerrada, se negaba a publicarle su último trabajo. La resignada ama de llaves abrió la puerta, dejó pasar al pobre muchacho,  tomó su abrigo y le ofreció una taza de té, café o algo fresco. El señor de la casa seguía enfuruñado, hasta que cansada, la buena mujer le palmeó la cintura, con un gesto maternal lo suficientemente suave pero firme, para que Fausto se girase sin querer encabronarse con ella también.
Lo gracioso fue ver al León Negro enmudecer al toparse con esos hermosos ojos y esa pose determinada, aunque el aire a su alrededor se leía NUEVO. Sin embargo, no era por eso por lo que Fausto había enmudecido, sino porque, como si un alma gemela reconociera a otra, aquel muchachito se le antojó delicioso, lo suficiente como para mirar el aparatito negro, levantar una ceja y solo pronunciar una frase.
—Hasta nunca. No volveré, ya tengo editorial y editor nuevo. —Cortó, a pesar de los gritos que se escuchaban del otro lado y que a los pocos segundos el aparatito volviera a sonar.
—Si me disculpas.
Abrió la ventana, dejando que una brisa fría entrase a la sala, y arrojó el móvil con todas sus fuerzas. El aparatito siguió sonando, mientras caía  catorce pisos, quedando en silencio. Por suerte, no había caído sobre nadie. Semejante armatoste a esa altura, podría haber matado a alguna persona.
—Adelie —llamó a su ama de llaves.

—¿Sí, querido? —preguntó el ama de llaves, mientras traía un café negro y una bebida para el muchacho.
—No prepares cena esta noche. Saldremos a cenar afuera. —La buena mujer le sonrió y asintió.
—Entonces, terminaré con la cocina y me marcharé a mi casa. Hasta mañana, queridos. —Adelie se despidió de ambos hombres y se fue a la cocina.
Fue entonces cuando el pelinegro fijó su atención en su visitante.
—Debes ser Edward —dijo suavemente, acercándose a él sin dejar de verlo a los ojos—. Supongo que ya sabes por qué el director de tu editorial te envió, ¿verdad?
El problema era que su última novela, basada en un policía con algunos toques románticos, incluía como personaje a un homosexual y su pareja, mostrándolos como amantes comunes y corrientes. Eso no le había gustado para nada al antiguo editor de Croix. La homosexualidad, si bien era un hecho , aún no estaba bien vista por la mayoría de los sectores sociales.
—¿Leíste mi borrador? —preguntó, mientras se sentaba en uno de los sillones. Como un felino, hecho humano, y un felino con aires de rey, no sólo estaba evaluando a aquel joven, sino que  el León Negro había empezado a acechar al tierno canarito.


3


El editor había entrado detrás de aquella mujer ya entrada en años y de aspecto maternal.
—Gracias. Buenas tardes, soy Edward Johnson, el nuevo editor del señor Croix —dijo saludando a aquella señora y entregándole su abrigo.
Eligió un café con leche cuando la mujer le preguntó qué le gustaría beber. Un momento después, su atención se centró en el hombre que vociferaba contra un teléfono móvil.
Él mismo tenía uno, lo llevaba en el maletín. Era un teléfono de disco, pero sin cable que lo conectase a lugar alguno. Algo realmente curioso.
Se quedó mirando a aquel hombre. Había visto fotos suyas, desde luego. También había leído todas y cada una de sus novelas. Podía considerarse un fan suyo, pero estaba ahí para trabajar, así que de momento mantendría aquello para sí mismo.
Vio con asombro cómo tiraba el teléfono por la ventana, apenas registrando que Adelie volvía con ambos cafés. Tomó el suyo agradeciéndole y mirando curioso al escritor. ¿Cenarían juntos? La suerte estaba de su lado ese día, sin duda. Se sonrojó sin remedio al pensar en los dos cenando en algún sitio íntimo y se pateó mentalmente por fantasear con ese tipo de cosas.
Estaba trabajando, además nadie debía saber que era gay. Lo miró atento al escuchar sus preguntas, asintiendo ambas veces.
—El director me dijo que me había asignado con usted y que tenía el manuscrito terminado. Me lo entregó y lo leí antes de venir.
No dijo nada sobre el tema de la novela, suponiendo que al estar ahí, admitiendo haber leído el borrador, se daba por sentado que el tema no le incomodaba en lo más mínimo.
Lo miró a los ojos, aún rojo por el escrutinio del que se sentía objeto, o quizás se sonrojó simplemente por estar frente al hombre que le había gustado desde que le vio en la contraportada de la primer novela que publicase.

Ajeno a los sentimientos del joven, Fausto se paseaba como un felino acechando a un asustado pajarito dentro de su jaula, buscando la forma de abrir aquellos barrotes y zamparse al pajarito.
—Bien, sabes por qué renuncié a mi antigua editorial, ¿verdad? Eran unos malditos cabrones, mamadores de cirios. ¿Contenido poco apto para todo público? ¡Joder! Publican mierdas cursis de cómo un tío se folla a una tía y lo ponen al lado del cuento de Blancanieves como si fuera el diario matutino. ¡Hipócritas!
Bebió un poco de su café negro, sentado en uno de los sillones, mirando por la ventana donde segundos antes su teléfono había probado por cuenta propia la ley de gravedad.
—Estamos en los noventa, joder. Negar que los homosexuales no son personas normales, con capacidad de amar, que no todos somos un grupo de sicóticos alocados que van de orgía en orgía, es arcaico. —Suspiró pesadamente—. Odio esta sociedad, pero amo la capacidad de enamorarse del ser humano. Por eso, Edward, no me decepciones. Tu jefe de editorial me ha caído bien. No hagas que salga dando un portazo como hoy, ¿de acuerdo? Reténme.
Le miró tranquilo a los ojos. A él no le importaba declararse homosexual. Su otro editor también lo sabía, solo que le había dicho: «Mientras no me escribas marranadas de mariquita en tus libros, por mí estamos bien.»
Había sido muy tolerante con el sujeto, sin duda.

Edward se llevó la taza a los labios, dando un trago a su café. Estaba bien caliente, así que el trago tuvo que ser pequeño. Pero necesitaba beber cualquier cosa, lo que fuera, que lo ayudara a tranquilizarse un poco. Sí, había oído rumores de que Fausto Croix era gay, ningún escándalo en sí mismo. Sin embargo, el mero rumor de que prefería a los hombres para tener intimidad, escandalizaba a mucha gente.

Se aclaró la garganta, tratando de lograr que su voz saliera tan normal como fuera posible. Le era difícil hablar con el escritor. Se le aceleraba el pulso y el cerebro se negaba a cooperar con él para unir más de una idea, cuando escuchaba su voz. Se sentía… hipnotizado, por decirlo de algún modo.

De repente, las palabras de Fausto se asentaron en su cabeza, haciéndolo reaccionar del breve letargo en que se había quedado por algunos segundos.

—Sí, mi jefe me dijo sobre el problema que tuvo con su editorial. Descuide, no tengo ninguna clase de prejuicio contra la comunidad homosexual. —Como si pudiera tenerlo. Estaría en el armario, pero era consciente de que él también pertenecía a esa comunidad. Aunque jamás se atreviera a decirlo. Nadie sabía de su secreto, a menos que lo adivinasen, lo cual dudaba.

—Le aseguro que no tendrá ningún problema conmigo y que no me incomodan los rumores que giran alrededor de usted. —Se mantenía tan serio como le era posible, aunque le costaba trabajo. Se sentía demasiado nervioso. Las mariposas en su estómago eran sólo una prueba más de cuánto le gustaba el escritor. El hombre lo miró y suspiró. No era eso a lo que se refería, aunque, bueno, recién era el primer día del pobre chico. Le dio otro sorbo a su café negro.

—¿Tienes novia, Edward? —preguntó como si nada, para luego mirarle a los ojos, de forma penetrante. El chico estuvo a punto de escupir el trago de café que acababa de tomar. Se apresuró a bajarlo, negando con la cabeza de manera casi frenética.

—No… Con honestidad, nunca he tenido novia. No entiendo a qué viene esa pregunta. —Se recompuso lo mejor que pudo, tratando de no enrojecer ante tan personal cuestionamiento, aunque era una batalla perdida. Sintió cómo su rostro se calentaba rápidamente, lo que significaba que acababa de sonrojarse.

«Touché», pensó para sus adentros el Leon Negro, sonriendo seductor. Ah, sí, Fausto podía ser muchas cosas, pero jamás se metería entre una pareja de enamorados. Se levantó y dejó su taza en la mesita, acercándose al menor y tomándole del mentón.

—Quería saber, nada más —murmuró cerca de sus labios, notando el sonrojo y la mirada de asombro, antes de soltarle y volver a su lugar—. Es curioso que siendo tan atractivo, no hayas tenido pareja.

Esta cita de trabajo definitivamente se le estaba saliendo de las manos, a una velocidad que daba miedo. Las manos de Edward temblaron cuando aferró la tacita de café, procurando no derramar el contenido, al sentir de repente demasiado cerca el rostro del hombre que llevaba años admirando… deseando. Pero eso no podía ser, o al menos eso pensaba el joven editor.

—Soy… muy dedicado a mi trabajo y no he tenido tiempo de salir con nadie. —Claro, estaba el hecho de que las mujeres no le atraían en lo más mínimo, así que mantener una relación estaba fuera de todo cuestionamiento para él. Temía ser despedido de su trabajo, o sufrir hostigamiento, si se enteraban de que era homosexual. Aunque sabía que su jefe era de los pocos que no cometían ese tipo de discriminación, sus compañeros de oficina podían pensar de otra forma y no quería arriesgarse.

—Ya veo, eres muy dedicado. —Fausto sonrió, de forma encantadora, como hacen los felinos cuando quieren una caricia, y apuró lo que quedaba de café—. Bien, ya que eres mi editor, vamos a cenar —dijo poniéndose de pie—. De ahora en adelante, estarás al pendiente de todo, mis apuntes, borradores, ideas, todo, ¿verdad? ¿Tú y solo tú?

Una ceja se elevó en el rostro de Edward cuando escuchó la pregunta que se le hacía. ¿Que no era justamente eso lo que hacía un editor? Sin embargo, podía sentir que esas palabras, en apariencia inocentes, escondían un significado más profundo, al menos para Fausto. Aún así, decidió responder como si no se hubiera dado cuenta de ello. Podía estar simplemente siendo demasiado paranoico.

—Así es, a partir de hoy estoy oficialmente a cargo de todo lo relacionado con su trabajo, incluyendo sus apuntes, borradores e ideas. —Se quedó pensando unos segundos, mirando su olvidada taza de café—. ¿Dónde cenaremos? —Era la primera vez que cenaría con uno de sus escritores. Eso lo ponía de nervioso, pero esperaba que no se le notase demasiado.

—Perfecto. Mierda, deberé comprarme otro de esos aparatos infernales —murmuró el hombre más para sí que otra cosa, para luego mirar a Edward—. Hay un restaurante cerca de aquí, con pastas italianas de las mejores de la ciudad —dijo como si nada, tomando su abrigo— Anda, vamos, muero de hambre.

Y antes de que Edward pudiese responder, Fausto había saltado de su sillón con agilidad, y se había escabullido a su habitación. La buena mujer le había dejado preparado su traje, esta vez, uno de color azul marino, de corte más sencillo y casual. Tardó unos segundos en vestirse y salir para ver al editor pensativo.

—¿Y bien? —preguntó, mientras tomaba su largo sobretodo del perchero.

Una suave risa llenó la habitación. El editor no había podido suprimirla. Ver al gran Fausto Croix refunfuñar por que debía comprarse otro teléfono móvil era ciertamente cómico a su manera de ver. Pero pronto, la risa murió en sus labios cuando se enteró de cuál era el restaurante al que acudirían. Daba la casualidad de que una de las meseras era su vecina, bueno, la hermana de su vecina y siempre que veía a Edward trataba de metérsele por los ojos… por decirlo de algún modo. Ya no sabía cómo rechazarla cortésmente sin revelar que era homosexual y no saldría con ella ni aunque fuese la ultima mujer en el mundo. Por supuesto, no tenían por qué toparse con ella. La chica podía haber tomado el turno de la mañana… o podía estar equivocado y tratarse de otro restaurante italiano.

—Voy —dijo, terminándose su café y tomando su abrigo antes de seguirlo.

Abrió la puerta de su departamento y esperó que Edward saliese para cerrar. Adelie cerraría después con llave, por lo que llamó el elevador y, en lo que esperaba que llegase, se dedicó a examinar nuevamente al apuesto editor. Sin duda, era exquisito, una presa deleitable.

No dijeron nada, y solo el tintineo del ascensor cortó aquel silencio. Pronto estaban metidos en aquel estrecho cubículo, mientras bajaban. Fausto volvió a tomarle del mentón, casi de la nada.

—Tienes algo en tus lentes — murmuró, y con una suave caricia retiró aquel hilo. Sin embargo, no se apartó ni un solo centímetro. Casi podía rozar sus labios con los del otro hombre. Pero, de repente, la velocidad de ascensor disminuyó y el tintineo les indicó que habían llegado a la planta baja.

La palabra sorpresa apenas alcanzaría a abarcar lo que sintió Edward cuando aquel apuesto hombre volvió a tomarlo del mentón, para retirar un muy pequeño hilo de sus lentes. Apenas podía concentrarse lo suficiente para hablar.

—Gracias —susurró el editor, sintiendo su pulso acelerarse al notar lo cerca que estaban. Le habría bastado levantar el rostro un par de centímetros para besar esos apetecibles y tentadores labios. El leve tintineo les indicó que habían llegado a su destino. Se quedó justo donde estaba cuando las puertas se abrieron, saltando hacia atrás al ver a una anciana entrar al ascensor. Se sintió tan avergonzado que podía jurar que su rostro nunca había estado tan caliente antes.

La reacción le había hecho gracia al escritor, mientras saludaba a la señora del quinto y la dejaba pasar. Con un suave movimiento, jalaba a Edward del brazo para salir del ascensor. Hubiese querido estrechar su mano, pero no quería que medio edificio fulminase con la mirada al joven.

—¿Quieres ir a pie? No es lejos —le indicó, cuando al fin salieron del edificio y el aire frío les envolvió.

—Está bien, estoy acostumbrado a ir a pie a casi todos lados —respondió el editor y es que, aunque tenía automóvil, ir de un lado a otro en coche a la hora más transitada no era precisamente una buena idea. Incluso había llegado en metro y caminado las pocas cuadras que le separaban del edificio del escritor.

Su mirada viajó hacia su brazo que aún era sostenido por Fausto. Cada vez se ponía más nervioso. Siempre había sido de las personas que preferían ser los mejores en su trabajo y prescindir de una vida sentimental o incluso social. Pero ahora… ahora estaba demasiado confundido. No era tonto, incluso él se daba cuenta de que el escritor estaba intentando seducirle. O mejor dicho, estaba seduciéndolo como todo un maestro, y tenía la certeza de que si Fausto le proponía tener una relación más que laboral, aceptaría sin pensárselo… o eso sospechaba.

El escritor se acomodó mejor el abrigo negro y le miró, mientras caminaban por las concurridas calles de la ciudad. Cada vez que debían cruzar, tenía el detalle de sujetarle con suavidad del brazo y sonreírle, arrancándole sonrojos y volviéndose, en las pocas horas que se conocían, en su vicio.

—Es aquí —le indicó cuando llegaron al restaurante. No necesitaba reservación, ventajas de ser un escritor famoso. Tras pedir una mesa alejada, los llevaron a una en el segundo piso, donde desde los ventanales, podía verse toda la ciudad.

—Es un sitio agradable —respondió Edward al ver el lugar, mordiéndose los labios al divisar a lo lejos a la chica que se estaba convirtiendo poco a poco en su acosadora personal. Siguió a Fausto al segundo piso, rogando interiormente que Lina no le viera. Tomó asiento cuando el mesero les indicó su mesa, mirando nerviosamente alrededor, y viendo a la rubia asomar la cabeza por la escalera que acababan de usar.

Por primera vez desde que la conocía, no corrió hacia él. Quizás por que estaba trabajando, o podía  deberse al hecho de que el capitán de meseros en persona se había adelantado a atenderlos, lanzando una mirada de advertencia a la chica.

—Buenas noches, Dante —saludó Fausto suavemente al ver al mesero con su traje distintivo, que le destacaba de todos los meseros. Notó una chica rubia bastante entusiasmada por atenderlos, pero todos en el local sabían que sólo Dante podía tomar los pedidos del célebre novelista. Aunque se le hacia curioso, muy curioso, al punto de sentir… ¿Celos?… que los ojos de aquella muchacha no se despegasen de su editor.

—Buenas noches —saludó Edward a su vez, mirando nerviosamente a la chica y suspirando. Quizás si la ignoraba, podría tener una cena tranquila a lado de Fausto. O tan tranquila como podría ser, dado los constantes “ataques” por parte del león negro. No es que se quejara. Cualquier hombre gay estaría más que encantado de ser el blanco de tan deliciosas insinuaciones, pero seguramente cualquiera que no fuera el editor de anteojos, brincaría ante la oportunidad de responder a cada caricia, a cada elogio con otro. Lástima que Edward fuera más cobarde de lo que le gustaría ser en el terreno amoroso.

El camarero les atendió con excelencia, tomando los pedidos y alejándose para darles intimidad. La muchacha fue llamada a atender otras mesas en el piso de abajo, por lo que Fausto también se relajó un poco, clavando de nuevo sus ojos claros en aquellos tan bonitos.

—Y, dime, ¿cómo es que terminaste en esa editorial? —preguntó para sacar tema de conversación, aunque la mirada acechante y seductora no abandonaba sus ojos. Ojos que tenían hechizado al editor como nada que hubiese visto antes. Podría quedarse mirando ese perfecto azul por horas, sin aburrirse ni un poco. ¡Infiernos!, podría mirarlos por siempre y aún así, seguir adorándolos como lo hacía en ese preciso momento.
Parpadeó, concentrándose en la pregunta que acababa de hacerle y mirándolo como recién salido de un trance.

—Mi padre es amigo del director de la editorial y cuando me gradué, me recomendó para trabajar ahí. —Le sonrió, como si esa no fuera justamente, una de las razones por las que se esforzaba tanto en demostrar que se merecía el puesto que le habían dado.

—Ya veo, doble presión. No es fácil cuando tu familia está en el rubro. Yo lo veo con mi hermano, es empresario, como mi padre, y debe destacar el doble para que no crean que es sólo un acomodado más. Haces un buen esfuerzo. —Le sonrió como pocas veces sonreía. Dante había puesto música suave, baladas de grupos famosos, como adivinándole el pensamiento; y a su vez, el deseo de acercarse y devorarse ese tierno pajarito se intensificaba.

Esta vez, una genuina sonrisa se instaló en el rostro de Edward ante el elogio. Volvió a sonrojarse y desvió la mirada por mera costumbre. Era un hábito que sabía formaba ya parte de sus reacciones ante el apuesto escritor.

—Gracias, aunque acabas de conocerme. Digo, acaba de conocerme y no hemos hablado aún de su manuscrito —dijo un tanto apresurado, como queriendo desviar la atención de sí mismo, del coqueteo que se estaba llevando acabo. Como si con eso, su corazón fuese a dejar de latir desbocadamente. O como si con eso, sus dedos dejasen de picar por la necesidad de tocar la piel de Fausto. O como si, de alguna forma milagrosa, pudiera dejar de sentir esa necesidad de pegarse a su cuerpo y no dejarlo ir nunca.

No, debía parar. Acababa de conocer al hombre, aunque hubiese leído cada uno de sus libros, se supiera su biografía de memoria e incluso sintiera esa increíble química que saltaba entre ellos.

—Mañana podemos hablar del manuscrito —dijo Fausto, notando que Dante aún no regresaba y no había nadie en el segundo piso. Por lo que sus dedos, se deslizaron por la mesa hasta llegar a acariciar el dorso de la mano del otro hombre de forma sutil, apenas un suave roce, antes de alejar sus dedos tan suavemente como los había acercado—. Hoy quiero conocer a quien será mi editor.

El chico tembló ligeramente al escuchar aquellas palabras. La piel de su mano hormigueaba ante la pérdida del suave y fugaz contacto de la mano de Fausto. Sin darse cuenta si quiera, estiró el brazo para tomar la mano del escritor. Al darse cuenta de lo que hacía, retiró la mano al instante. Miró nervioso hacia la escalera, pero nadie parecía estarse cerca.

—No hay mucho que conocer de mí. Soy bastante aburrido, incluso yo lo sé. Sobre todo, porque no hago otra cosa que no sea trabajar. —Cada una de las cenas que había tenido en los últimos dos años habían sido cenas de trabajo. ¿Cuán patético era eso?

—Ya veo. —El movimiento no había pasado desapercibido, pero, por el momento, Fausto prefería mantener aquel curioso suspenso que estaban llevando.

—Entonces, vamos a darte un poco más de vida. —Le guiñó el ojo de forma seductora. Ah, sí, el gran felino seguía al ataque.

El editor carraspeó, tomando un sorbo del refresco que le habían llevado. Sentía su rostro arder con el recuperado sonrojo. Asintió, sin saber muy bien lo que estaba aceptando, pero sabiendo igualmente que no había nada que pudiera negarle a Fausto. El hombre no solo era su amor platónico, sino que estaba convirtiéndose, simplemente, en su amor.

La velada pasó tranquila. A la hora del postre, como no había nadie que los observase, se tomó el lujo y el atrevimiento de robarle una cereza al menor, pinchándola con su tenedor. Sonrió y se la acercó a los labios para callarlo, empujando la pequeña fruta, solo para ver cómo las mejillas de Edward adquirían un tono parecido al de la fruta.

En efecto, el rostro de Edward se tornó rojo al instante, sintiendo incluso como si fuese a salirle vapor por los oídos.

—No hagas eso —protestó nervioso, sin darse cuenta de que había dejado de hablarle de manera formal. Se olvidaba un tanto de sus modales cuando se sentía acorralado, y con Fausto, estaba comenzando a sentirse como la presa de un depredador mortal.

—Te ves lindo —dijo Fausto con una sonrisa un poco más dulce, y una mirada menos rígida, sin quererlo, o quizás sí. Posó una mano en la rodilla del menor, haciéndolo pasar por accidente, mientras le daba un pedazo de chocolate de su postre.

—Mentiroso —protestó Edward, en voz muy baja, suspirando al sentir el calor y el peso de esa mano en su rodilla. Miró el tenedor que sostenía Fausto y abrió la boca para ser alimentado como un niño pequeño, desviando la mirada para no encontrarse con la del escritor. No podía creer que estuviera comportándose de ese modo, pero como había supuesto, no había nada que pudiera negarle.

—Oye, ¿me has visto mentir acaso? —preguntó Fausto coqueto, agradeciendo que Dante hubiese cerrado el piso para darles privacidad. Subió un poco, solo un poco más, la mano, acariciando ligeramente el muslo del editor.

—No… no te conozco lo suficiente para contestarte —respondió Edward más nervioso que antes, al notar esa mano acariciarle progresivamente. Se mordió los labios, sin saber qué hacer. Agarró su taza de café con una mano, derramándola en un mal movimiento. Vio cómo caía la mayoría del contenido sobre el pastel que había pedido de postre.

—Tranquilo, no entrará nadie —susurró suavemente el escritor.

Suponía que si Edward no le había sacado la mano o aclarado ser heterosexual, era porque no lo era. Ser gay en los noventa era un tema tabú, pero a Fausto no le importaba. Le gustaba ese joven y cada una de sus reacciones. Le tomó del mentón, acercándole y robándole un dulce roce de sus labios. No había en ese momento sitio más acogedor y escondido que aquel. Como fondo, tenían ventanales que mostraban parte del cielo nocturno, música suave que invitaba a un juego cadencioso, y luces tenues que permitían ver lo que comían y evitaban sentirse encandilado.

—Yo… no puedo… Nadie en mi trabajo sabe que soy… —Edward se detuvo a media frase al sentir el suave y casi inocente beso. Cerró los ojos y golpeó la mesa con el dorso de una mano sin darse cuenta.

—¡Auch! —se quejó, totalmente avergonzado por su torpeza. No solía ser así. Solía ser controlado, serio y, sobre todo, relajado, o eso pensaba antes de conocer a Fausto. El afamado novelista estaba probando que podía hacer salir aspectos de la personalidad de Edward, que ni el mismo editor sabía que existían.

El león negro se alejó un poquito, tomándole la mano y besándosela con ternura. —Trata de relajarte.

Sí, podía parecer un acosador, un violador, pero… deseaba a ese joven como nunca había deseado a nadie. No había creído en esas bobadas que él mismo escribía sobre amor a primera vista, hasta que había conocido a Edward. El mismo que miraba asombrado cómo le besaba la mano, oyéndolo y asintiendo suavemente.

Edward cerró los ojos, tratando de relajarse en lo que, si había entendido correctamente, era su primera cita con el afamado escritor. Una cita que nada tenía que ver con el trabajo que desarrollarían juntos. ¡Demonios! ¿Y si lo echaba a perder? Edward no podía permitirse involucrarse con Fausto, no podía.

—No puedo… Sería muy incómodo trabajar con usted después de haber pasado una noche juntos —dijo más nervioso que antes. Fausto no podía quererlo para más que un acostón. Los hombres como él no se fijaban en jóvenes e inexpertos cerebritos, menos aún cuando tenían todo un séquito de fans adorándoles.

—Si así lo deseas.

Le volvió a acercar, esta vez sujetándole la mano para que no se golpease contra nada, y poseer nuevamente sus labios. Pero esta vez de forma más posesiva, no dejándole ir hasta arrancarle un gemido.

—Será mejor que regresemos, mañana hay que trabajar.

Edward estaba total y completamente aturdido. ¡Ese había sido el mejor beso que había recibido en su vida! Fausto era todo un maestro besando y pronto se encontró deseando más, pero tras soltar un lastimero gemido de placer, Fausto lo liberó. Su corazón se hundió en su pecho al oírle decir que debían irse. Ahora, por bocón, ni siquiera se acostaría con él una sola vez.

Maldijo internamente a su ética laboral, a su cobarde corazón y a su enorme bocaza.

—De acuerdo. —Podía volver a su casa desde aquel restaurante. En realidad, no le quedaba tan lejos, una media hora y estaría en la puerta de su departamento. Sin embargo, ya había metido la pata una vez, y no quería arruinar otra oportunidad de pasar más tiempo con Fausto.

Suspiró, sintiéndose desanimado por haber arruinado su gran oportunidad. Se le veía francamente decepcionado.

—Vamos, Ed. Nos veremos mañana —aseguró Fausto, mientras se ponían de pie. Con un gesto, le indicó a Dante que lo pusiera en su cuenta. El dueño ya le conocía, así que no habría problema. Antes de salir de aquel seguro espacio donde estaban, acarició la mejilla del muchacho.

—No tienes por qué sentirte mal. Si te sirve de consuelo, parezco, pero no soy, del tipo que suele encamarse sólo un noche con una persona —dicho esto le acompaño a la salida, saludando al jefe del servicio de camareros al salir.

El editor se mordió el labio inferior, sabiendo que acababa de embarrarla nuevamente ¿Es que no podía hacer nada bien? Cuando no se trataba de trabajo, su vida era un auténtico desastre.

Le siguió fuera del restaurante, nervioso como nunca al rozar su mano con la de Fausto, esperando que reconociera el gesto y se la tomara. Decidió que tendría que hacer más para redimirse y dar un salto de fe, esperando no haber arruinado todo con el guapísimo escritor. Le tomó la mano, sintiendo su rostro arder como le había ocurrido en tantas ocasiones durante aquella noche.

—No quise decir eso… Estoy demasiado nervioso —confesó, palideciendo en una fracción de segundo al ver a cierta rubia salir, como alma que lleva el Diablo, del restaurante donde acababan de cenar.

La chica se quedó mirando fijamente las manos unidas de ambos hombres, haciendo un gesto de asco, mezclado con pura furia en su poco agraciado rostro.

—Así que por eso me rechazabas. ¡No tenía idea de que era un maricón! —gritó con todas sus fuerzas, logrando que los pocos transeúntes que pasaban por su lado se les quedasen mirando, comenzando a murmurar entre ellos.

Sin embargo, el editor no soltó la mano de su acompañante, mirando de manera desafiante a la encolerizada chiquilla.

Fausto había notado el gesto del hombre y le estrechó la mano al notar sus intensiones. Iba a decirle que todo estaba bien cuando le vio palidecer y entonces aquella voz chillona le hizo levantar una ceja, mirándole, honestamente, estupefacto. ¿Acaso esa furcia se creía en el derecho de gritarle así al pobre hombre? De ninguna manera.

—Escúchame bien, camarera de cuarta —dijo siseando cual gato enojado, y de haber tenido cola esta habría estado esponjada y dando fúricos latigazos—. Si quieres llamar maricón a alguien, ¿por qué no llamas así a tu padre? Mira la hija maleducada que ha criado. Regresa a tu agujero y déjalo en paz. Él es mi pareja, ¿te molesta? Háblalo con alguien a quien le importe. Y no te molestes en hablar con Dante o el dueño de tu lugar de trabajo, ellos lo saben y no van a perder un buen cliente por una foca venenosa resentida.

Dio la casualidad de que algunos de los paseantes eran señoras que llevaban la última novela escrita por Fausto. Al reconocerlo y darse cuenta de lo que estaba pasando ahí, rodearon a la jovencita.

—Chiquilla malcriada. ¡¿Cómo te atreves a hablarle así al señor Croix?! Tienes suerte de que seamos mujeres decentes, si no tu feo rostro se vería peor con un ojo morado —dijo una de aquellas señoras, siendo fulminada con la mirada por la susodicha muchacha.

—Viejas amargadas. ¡Lárguense de aquí! —Una cosa llevó a otra, y cuando Edward se vino a dar cuenta, estaban peleando. Pronto salió el gerente del restaurante, despidiendo a la chica y diciéndole que no se molestara en volver a poner un pie ahí.

Edward estaba en shock, no había puesto atención a nada más que a la aseveración de que era pareja de Fausto. Se giró hacia él, aún en estado de ensoñación, mirándolo con enormes y brillantes ojos.

—¿Soy tu pareja?

El león negro sólo asintió, apartándolo al tiempo que un zapato, vaya a saber de quién, había salido disparado. El dueño del local y los otros meseros trataban de calmar a las embravecidas mujeres, a las cuales se les habían sumado un par de jovencitas que no dudaron en meterse a defender a su escritor favorito.

Pero el león solo tenía ojos para Edward que, en ningún momento, le soltó la mano, ni dejó de mirarlo a los ojos.

—Lo eres —afirmó y se marchó de allí, llevándoselo por las calles, buscando el cálido refugio que ofrecía su departamento.

Era… ¡Era la pareja de Fausto Croix! En unas cuantas horas, había pasado de soñar con el apuesto escritor, a ser su pareja, su novio. Ya ni podía recordar los motivos que se había estado repitiendo toda la noche para no estar con él.

Esos no parecían tener sentido alguno, cuando los comparaba con todos los motivos por los cuales quería desesperadamente hundirse en esos fuertes brazos y dejar que su… novio, lo guiase a donde él quisiera.

—Acabamos de conocernos —susurró, sin hacer el menor intento por soltar la mano del hombre a su lado. Solo dijo en voz alta lo primero que se le pasó por la cabeza.

—¿Dices que lees todos mis libros y aún no crees en el amor a primera vista?

Siendo sinceros, él tampoco había creído hasta que se topó con esos hermosos ojos de mirada tierna. Lo jaló para meterle en el elevador y volver a besarle.

De inmediato, Edward le rodeó el cuello con ambos brazos, aturdido por todo lo que estaba pasando en un solo día. Separó los labios, invitando a Fausto a entrar en su boca y jadeando muy suavemente contra sus labios.

Aún le costaba creer que eso le estuviera pasando, pero mentiría si dijera que no estaba inmensamente feliz.

Fausto profundizó el beso de forma lenta pero cariñosa, sujetándole por la cintura con sus fuertes manos, dominándolo y pegándolo a su cuerpo, hasta que el elevador llegó a su piso, su seguro y cálido piso.

Se oyó el timbre que indicaba que habían llegado, abriéndose las puertas y logrando que el editor rompiera el beso, mirando aturdido alrededor, jalando a Fausto fuera del pequeño e íntimo cubículo.

—Me cuesta creer en el amor a primera vista… —respondió finalmente, suspirando y abrazándose al cuerpo del  guapo escritor—. Pero debo admitir que sentí algo parecido la primera vez que vi tu foto en la contraportada de una de tus novelas.

—Mmm… Debiste venir y arrancarme de esa editorial. Pero creo que eso es lo que amo de ti, ese aire honesto y humilde que tienes. No lo pierdas nunca, Ed.

Se las ingenió para abrir la puerta con el editor abrazado a su cuerpo. En la oscuridad de la sala, le abrazó y le besó, esta vez con deseo, sin ningún pudor y sin ninguna restricción. Logró que Edward gimiera más audiblemente esta vez, y asintiera aún con los labios pegados a los suyos, sintiendo como las rodillas del hombre se debilitaban, aferrándose contra su cuerpo para evitar caer al suelo.

Un simple beso, y se derretía como mantequilla entre los brazos de Fausto. Un beso… y todo su cuerpo ardía en llamas, anhelando el toque de las manos del hombre que había robado su corazón, incluso antes de haberle conocido en persona.

—Ven… —le susurró en voz baja cuando la falta de aire hizo estragos en ellos y debieron separarse. Lo llevó a su recamara, apenas atinando a prender la luz de la mesa de noche, que era tenue pero permitía ver todo lo que pasaba en el cuarto. Recostó en la cama al editor y le volvió a besar, acariciándole el pecho, quitando el abrigo y luchando con los botones del sobretodo. Edward le ayudó a desvestirlo y desvertirse. Sus manos temblorosas se trababan cada pocos segundos en los botones, pero tras varios intentos, logró deshacerse de los dos abrigos e incluso las camisas quedaron descartadas a un lado de la cama.

Estaba nervioso, no era su primera vez, aquella había ocurrido cuando aún estaba en la universidad, pero había pasado demasiado tiempo desde la última ocasión en que había intimado con alguien.

—Tranquilo —susurró Fausto contra sus labios al notar ese nerviosismo en las caricias, acorralándolo contra la cama y su cuerpo, para que pudiese sentir el contacto de su piel contra la otra, besándole despacio y acariciándole la mejilla—. Hermoso.

Edward se sonrojó aún más al escucharle llamarlo así, asintiendo con la cabeza y entreabriendo los labios, tratando de aclarar su mente tanto como pudiera para lograr responderle.

—Los hombres no son… hermosos —jadeó al sentirse acorralado, cerrando los ojos ante el contacto del cuerpo de Fausto contra el suyo—. Pero… puedes llamarme como quieras.

—Lo son. —Fausto besó su cuello y su pecho para luego volver a sus labios, besándole con verdadero cariño mientras lo miraba a los ojos—. Si no lo fueran, no podrían hacer estremecer a otra persona con sólo mirarle.

El editor lo miró mientras sus labios se acercaban, suspirando justo antes de juntar sus labios con los de su amante para responderle el beso.

—Fausto… —susurró asombrado, sintiendo sus mejillas encenderse de nuevo. Estaba seguro de que nunca se había sonrojado tantas veces en tan corto periodo de tiempo—. A mí me pareces el hombre más apuesto del mundo —confesó con voz temblorosa a causa de los nervios.

—Qué raro, muchos me lo dicen, pero es la primera ves que me gusta que alguien me lo diga. Creo… que me estoy enamorando de ti —murmuró contra sus labios, acariciando los costados de su torso desnudo, jugando con uno de sus pezones, sensibles a sus caricias, que reaccionó enseguida —Mmmm… Me fascinas.

Edward entrecerró los ojos, jadeando suavemente contra la boca de su amante. Enrojeció más al llevar ambas manos a la cintura de su propio pantalón para desabrocharlo, mientras que sus pies se encargaban de deshacerse de los zapatos. Sí, estaba nervioso, pero su deseo de entregarse completamente a Fausto sobrepasaba cualquier tipo de pudor que pudiera tener. Su cabeza era un remolino de ideas, sin lograr centrarse en una sola, aunque logró aclararse lo suficiente para hablar.

—Yo… creo que ya estaba enamorado de ti —confesó a milímetros de sus labios, desviando ligeramente la mirada y viendo el calendario situado a un lado de la puerta del dormitorio. Era catorce de febrero.

Fausto siguió los ojos del menor hasta el calendario y sonrió. Bendita señal para tomarle del mentón y robarle otro beso profundo, lleno de cariño.

—Entonces, también empiezo a creer en los ángeles del amor —murmuró para luego pegarle a su cuerpo, besarle y terminar de desnudarle, abriéndole el pantalón y acariciándole la entrepierna ya erecta por sus juegos.

Edward soltó una risita, sintiendo su desnudez como algo natural a lado del escritor. Sentir su mano tomando su mentón para besarle era algo a lo que podría volverse adicto fácilmente. Empujó su cadera hacia la mano de Fausto, buscando sentir más de esas caricias que lo volvían loco y enviaban escalofríos placenteros a todo su cuerpo.

—Y yo que pensé que habiendo escrito todos esos libros románticos, ya creías en ellos —susurró contra sus labios, pensando que ese, de hecho, era el mejor catorce de febrero de toda su vida. Y sí, él también creía en los ángeles del amor.

Le sonrió suave y le besó de nuevo con sumo cariño.

—Ahora sí creo completamente en ello… mi pequeño canario.

Una analogía simpática. Dado que Edward había permanecido dentro de una jaula construida por una sociedad mediocre, y ahora abría sus alas, y se mostraba cuan hermoso era.

Y sobre todo libre.

Y en esa libertad, ambos hallaron lo que necesitaban para sentirse completos. Esa noche fue la primera, la primera para ambos, donde se entregaron por completo, no sólo en el acto carnal, sino en alma y corazón.

4


Fausto abrió los ojos. Era una mañana fría. Suspiró y se acomodó notando aquel familiar bulto a su lado.

—Oye…

Nada, Edward seguía durmiendo, relajado completamente entre sus brazos. Se levantó y le dejó descansar. Era temprano aún, pero así lo había planeado.

Abrió la caja de la nueva edición del libro que habían escrito entre los dos: El gato que se comió al canario.

Había sido la primera saga de novelas con temática de romance homosexual. Lucharon mucho para publicarla, y al fin, era un sueño hecho realidad.

Dejó el libro a un lado, sacando del clóset una cajita diminuta, un ramo de rosas y chocolates. Su amado era muy goloso.

Ese día cumplían un año de estar juntos. Sería un catorce de febrero más para muchos.

Pero para aquel escritor, sería ese día en el que dejaría de tener pareja…

Para tener esposo.



Publicado originalmente en  Estudio Lay

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